martes, 17 de marzo de 2009

50 años atesorando sonrisas

Ahí está. Cada vez más alto, más fuerte y más mayor. No puedo creer que tan sólo midiera medio metro la primera vez que lo vi. No para de crecer, ya me ha pasado, ¡y mucho! Me mira desde arriba, me arropa con su grandeza.
Recuerdo aquel día en que decenas de manitas removían tierra para sentar las bases de lo que dimos en llamar “el pequeño bosque”. Recuerdo la delicadeza con la que introduje mi laurel en el hoyo que le correspondía (el mejor sin duda, el lugar central). Mis pequeñas manos y sus diminutas hojas, casi inexistentes. Un día grande, un día muy especial, uno de mis primeros recuerdos del cole. Teníamos una tarea de verdadera responsabilidad, ¡estábamos trabajando con la gente mayor! Padres y madres, abuelas y abuelos, incluso alguna tía colaboraban con todas las criaturas que nos sentíamos protagonistas de algo realmente importante.
Y ahí está. Hace años que no lo veo, que ni siquiera pienso en él. Pero está ahí, esperándome. Esperándome para recordarme que, aunque cambiemos, aunque vivamos a cientos de kilómetros de distancia, aunque hayamos comenzado un nuevo camino, todo sigue igual. Todo sigue igual porque una parte de mí sigue en el cole. Un pedacito que ríe, juega, lee y aprende, pinta, llora, pero sólo un ratito, se cae, pero se levanta, crece, madura…
Nada ha cambiado pero todo es distinto. El cole ya no es del mismo color, ya no hay tendejón donde resguardarse de la lluvia mientras se echa una partida de tazos de Pokémon o se ensaya una coreografía de las Spice Girls; ya nadie canta “la raja de tu falda”, nadie juega al “equipo A” o los “Power Rangers”, ya no se ve Barrio Sésamo. Pero la sirena sigue sonando a las nueve en punto y la puerta sigue abierta para quienes, aunque no con la frecuencia que desearíamos, seguimos visitándolo de vez en cuando.
Hemos crecido juntos. Él estático, yo sin parar de moverme. Ha seguido todos mis pasos y los recuerda casi mejor que yo. Le miro y veo toda mi infancia.
Llegar a Infantil un año tarde. Un círculo de niños y niñas en el corcho que me miraban porque ese día era “la nueva”. Recuerdo el miedo y la incomodidad del momento, tan chiquitita en un lugar tan extraño. Una sensación que se esfumó rápido y lo próximo…
Una lucha constante por lograr una “N” que no estuviera al revés y un gran disgusto cuando Isabel nos dijo que ya no iba a ser más nuestra profesora y que vendría una nueva ¡qué llantina! ¡Qué enfado! No podía imaginar a nadie que pudiera sustituirla… ¿cómo se llama? ¿Begoña? Bueno…
Y resultó ser tan maravillosa como Isabel. El berrinche desapareció muy pronto y volví a sentir las ganas locas de ir al cole, la desesperación por lo largas que eran las vacaciones, la emoción de contar lo que había hecho el fin de semana…
Con “El gallo Kiriko” demostramos que ya éramos mayores, que ya podíamos ir al cole grande. Pero no queríamos. Ahora también tenía que dejar a Begoña… pero ya había aprendido que los cambios, aunque en un principio nos abrumen, acaban trayendo grandes alegrías.
Y así fue en el cole de los grandes. Esas mañanas de frío en que según llegábamos a clase y, sin quitarnos el abrigo, hacíamos ejercicio con Paquita para calentarnos las manos, ¡vamos chiquis! Más tarde esquivábamos tizas voladoras entre risas con Manuela a la vez que yo desarrollaba una enorme afición por estar rodeada de libros mientras los clasificaba en la biblioteca. Los concursos con Leo y la primera conexión con la escritura. La recta final con Rufo, las persecuciones por clase “¡Pérez!” y el reclutamiento de jugadoras de voleibol y… ¡Serandinas!
Otro ciclo que acabamos con otra obra de teatro. Nos hizo sentir realmente mayores, trabajamos en equipo y vencimos la vergüenza, nos preparábamos para otro gran cambio.
Así entre maratones, exhibiciones, libros, bailes, canciones, ordenadores, secretos, carreras y juegos, (¡muchos juegos!) pasé los mejores años de mi vida.
Entre lágrimas dejamos atrás el cole. Yo ya era más alta que muchas de mis profesoras y él ya asomaba las hojas por encima de la valla.
Empezábamos una nueva etapa, como otras que hemos empezado y como las que nos quedan por empezar. Pero si hay algo que he aprendido y que recuerdo cada vez que me acerco al Marcos del Torniello es que los cambios nos permiten descubrir nuevas personas, nuevas actividades, nuevas partes de nuestra propia personalidad, pero no nos hacen perder lo que teníamos. Porque siempre podemos volver al cole, volver a ver a quienes nos hicieron sentir personas especiales, importantes y felices, volver a pisar el suelo donde disfrutamos de los mejores juegos y volver a sentir que se nos quiere, que no queremos irnos, que acabamos de llegar, que estamos en casa.
Multipliquemos esta cara de entusiasmo y estas lágrimas de emoción por las miles de personas que, como yo, han pasado su infancia en el Marcos del Torniello. ¿El resultado? Una familia de miles de ilusiones. Un cole que lleva 50 años atesorando sonrisas.
Ana Pérez Martín
Marzo 2009

1 comentario:

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